Todo incluidoEs una cuestión muy personal, pero me pone nerviosa desayunar en los hoteles. Me levanto después de una mejor o peor noche –nunca se duerme como en casa, es evidente-, pero siempre hambrienta tras ocho horas sin probar bocado, igual que en casa, claro. Además, hay que ducharse, vestirse de modo presentable y pintarse mínimamente antes de sentarse en el comedor junto a otros clientes del hotel desconocidos para ti. En casa me permito comenzar el día con mi batita y mi lavado de cara. No es lo mismo.

Entras en el salón-comedor destinado a tal efecto, dónde todo está ya dispuesto. Casi siempre somos los primeros en llegar, y ya ansiosos, tras el tiempo empleado en el arreglo. Impaciencia ante la necesidad de comer. El desayuno es de los mejores momentos del día.

Y –continúo- contemplo el bufé colocado con primor en la sala y empiezo a liarme. A ver, tengo que encontrar en ese macrobodegón los alimentos de mi selección personal, y eso me lleva un buen rato, por la amplia superficie destinada a ello. Lo primero, un zumo de naranja natural, que normalmente encuentro o que sale directamente del exprimidor, como debe ser. Primera prueba superada.

Luego busco una tostada a ser posible de pan integral o de centeno, pero sin tonterías, que funciona con un buen aceite de oliva virgen extra. Éste no suele estar muy a la vista (no sé por qué). Vale, hay que introducir el pan en el tostador. Otro pequeño tiempo de espera. Me gustaría conseguir un poco de buen jamón, pero claro, a ver cómo es….Y entonces recuerdo la tostadita con jamón de casa y siento nostalgia.

Ahora echo de menos el queso fresco. Que para eso lo vengo desayunando en los últimos treinta años. Siempre tenemos en casa el queso de la provincia de Cádiz, que nos encanta. Después de dar varias vueltas por los expositores, lo encuentro. Me sirvo algunos trozos. El plato está ya casi completo con mis favoritos.

Y ahora viene lo más difícil: ¡el café!. Desconfío siempre de la perfecta máquina de café de moda mediática. Poca presión en la elaboración, una variedad indefinida de grano, y  poco aroma. Busco ahora la leche, tarea difícil su dosificación. Y todavía me queda la miel!. ¿Dónde está?.

Como tengo asumido lo del café, me paso al té o a una leche manchada, pero no me agrada su regusto (o su retrogusto como dicen los expertos). Aún no encontré la miel. Trato de localizar al encargado del bufé a ver si me ayuda.

Es hora de desayunar. Ardua tarea la de construirme un desayuno a mi medida. Soy muy «mijita» para esto.

Odio los bufés de los hoteles. No obstante no puedo quejarme de la buena disposición del gremio en atender todas las demandas de sus clientes. Pero no me gustan sus desayunos.

Se pierde –lógicamente- el tiempo en buscar, la sensación de hambre mañanera va creciendo, los alimentos no son lo que parecen, la fruta tiene poco sabor, el queso es mediocre igual que los embutidos, la miel está escondida como el aceite (éste sí suele ser oliva virgen extra, bueno), y el café –en mi opinión- es la gran asignatura pendiente de la mayoría de estos bufés. Y creo que sobra la gran muestra de bollería industrial que no sirve sino para llenar sin alimentar. Da igual el número de estrellas del hotel, la puesta en escena es la misma.

Repito que es una cuestión muy personal, pero nada como desayunar en casa. De todos modos, gracias a los hoteles por intentar que nos encontremos como en casa.