Creo que todo empezó con aquella pobretona sopa de caldo con fideos de aquella marca todavía vigente hoy. Fue en los años 70. Y la comprábamos sin rechistar. Luego siguió el aceite sin pedigrí. Pero hubo muchas más cosas que entraron en nuestras cocinas y en nuestras mesas y que hoy, a la luz de nuevas informaciones y opiniones supuestamente autorizadas, nos demuestran que hemos consumido malos alimentos.
Alguien habló de las virtudes de la leche condensada para criar a los niños, y solo añadía azúcar en cantidades industriales.
Siguieron los yogures con sabores de frutas, que no sé por qué nos sedujeron rápidamente. Y también las galletas, muchas de ellas con mantequilla y diversos azúcares y aceites raritos, que había que tener siempre en la cocina para merendar, porque llevaban muchos nutrientes.
Llegaron las margarinas cargadas de vitamina D, y lograron sustituir a las mantequillas de toda la vida, pero nadie puso pegas y las instalamos en nuestras neveras para desayunar y merendar, a pesar de que eran algo totalmente artificial.
Los caldos concentrados de carne fueron asiduos para la cocina, al igual que las pastillas, con una dosis altísima de sal. Pues también nos caían bien.
Las bebidas de cola nos acompañaban hasta en las excursiones escolares. Nos ponían incluso de buen humor. Y los refrescos de naranja viajaban en las neveras de playa para dar a los niños.
Había unos sofritos preparados para paella que se aceptaban como comida de compañía para acortar el tiempo de los arroces domingueros.
Y empezaron a llegar los paquetes de pescado congelado que los que somos de costa pretendíamos inocentemente freír como el fresco, pero evidentemente, no era lo mismo. Luego llegaron otros pescados de origen incierto y calidad dudosa.
Y luego, en la infancia de nuestros hijos optamos por los petit suisse, porque nos dijeron que tenían mucha proteína, incluso el pediatra.
Y lo mismo ocurrió con los cereales para el desayuno, aquello era imprescindible para comenzar el día de nuestros niños, decían los médicos.
Y los aceites olían mal, pero nadie se quejó, yo tampoco. Y los botes de tomate frito se hicieron imprescindibles.
La bollería hizo una entrada triunfante en las cafeterías. Tomábamos esos cruasanes de dos en dos.
Bueno, y las pizzas, que nadie cuestionaba en su elaboración ni composición, y que cada vez eran peores.
Me confieso de haber pecado en todas estas cosas por acción y consumo de jamón york también, ahora que sabemos que en realidad no existe.
Por eso, ahora me remito al arrepentimiento y propósito de enmienda con un cambio radical en mi alimentación. Bienvenidas frutas, verduras todas y legumbres clásicas. Ahora tenemos información y no hay justificación para consumir estos productos industriales.
La redención viene solo por cocinar en casa. Procesando alimentos frescos, nos ayudarán en la salud corporal y espiritual.
Creo que todos tuvimos un pasado similar. Y el que esté libre de culpa…
Pero nuestro mayor pecado consiste en no valorar lo que tenemos: la comida cerca de casa y la seguridad de comer todos los días. En otros tiempos la cosa era diferente porque aquí hubo escasez y racionamiento. Y no olvidemos que hay países cuya dieta consiste en dos o tres alimentos básicos y punto. Por ello, estamos obligados a darle valor a nuestros alimentos, sean del precio que sean.