Un kilo de tomates (no saben a nada), dos pepinos (¿e-coli?), dos manojos de acelgas y de espinacas (nitratos!!), un pollo (¿tendrá gripe?), una docena de huevos (¿mejor gallinas camperas?), un kg de ternera de guisar (¿estará loca?), un solomillo de cerdo (¿engordado artificialmente?), cuatro filetes de panga (Argggghh), un kilo de atún (¿exceso de mercurio?), salchichas (mi abuela decía carne en calceta para quien la meta), ¼ de jamón cocido (¿exceso de fosfatos?), maíz en ensalada (¿transgénico?), dos litros de leche (ver el máster de la OCU), yogur con bífidus (¿sirven de algo?), un litro de cola (¿para aflojar tornillos?), dos botellas de aceite de oliva (¿qué mezcla tendrá?) y una sandía (¿me explotará?. En un mundo desarrollado donde conseguir alimentos es una simple operación mercantil facilitada por la cercanía y diversidad en el abastecimiento, es un hecho la pérdida de confianza de la población hacia los alimentos que consume. (La lista de la compra me la enviaron por correo).

Xavier Medina, director del departamento de Sistemas Alimentarios, Cultura y Sociedad de la Universidad de Cataluña, escribía a finales del año pasado sobre cómo “el aumento de la producción, -hoy más masificada e industrializada que nunca-, ha tenido como consecuencia dos fenómenos. Por un lado, problemas de tipo sanitarios asociados a la producción y, por otro, una cada vez mayor desconfianza de la población hacia los alimentos que consume”. Y es que solo vemos el alimento ya procesado, al final de su cadena de transformación.

Sin control ni información sobre los alimentos, depositamos nuestra confianza en el experto. Y la consecuencia, según Medina es “un intento de volver, aun mentalmente, hacia tiempos en que las cosas eran puras, sanas, naturales, auténticas, y se hacían a la manera tradicional”. Es decir, se busca retornar a los viejos sabores, a aquello de lo que se conoce el origen, buscando una seguridad y calidad de lo que se come, mirando por nuestra salud. De hecho, la publicidad explota esta necesidad ofreciendo platos “como los hechos en casa”, o “como los de antes”.

Todos pensamos que antes los alimentos eran mejores, porque se elaboraban a la manera tradicional, surgiendo una demanda especializada en el mundo desarrollado que antepone calidad y garantía a precio. Sin embargo, frente a esta postura del consumidor rico, más de mil millones de personas están en la prehistoria de la alimentación, porque comen de lo que les dan, sin poder elegir.